jueves, 18 de junio de 2009

J U D I T H ( relato irreverente )

Se me considera una persona respetuosa. Todo lo respetuoso que se le puede exigir a un escéptico, inconformista, contestatario, lascivo, poliloco y borracho como yo.

Trato a las personas de usted, incluso a las que no son de mi agrado, lo hago más que por diplomacia o por hipocresía, por profundo respeto al dinero que mis padres invirtieron en un colegio de curas para mi educación. Y es que me gusta el dinero más que las mujeres, aunque me dure menos que estas. ¡Que ya es durar poco!

Poseo una total carencia de encantos y virtudes especiales, salvo la respetuosidad, y un enorme muestrario de defectos. Tal vez, el más manifiesto de ellos, o el que más se evidencia, sea la falta de improvisación, una imposibilidad de mentir en el acto sin preparación previa.

En esto soy un desastre. Si mi deseo es decir a una persona -¡Oiga!,¡Es usted un imbécil!-, mi incapacidad para improvisar me hace decir -¡Oiga!,¡Es usted un imbécil!. Eso sí, el “usted” siempre es muy solemne.

Este horrible defecto me lleva a trances y situaciones verdaderamente molestas y comprometedoras. ¡Me sucede cada lío...!



Aquella tarde estaba con Judith en un salón de té donde los sábados por la tarde, excepto en Cuaresma, toca una orquesta y se organiza un baile en la terraza a beneficio de la Asociación de Jóvenes Cristianas.

Judith, sobrina carnal del canónigo de la Catedral, era presidenta de esta asociación. Yo, que había obtenido el premio de poesía en el certamen literario cristiano que organizaron, trabé amistad con ella e iba de acompañante. Por supuesto sin pagar un duro.

Ella se mostraba encantada conmigo. Si de ella dependiese ya me habrían abierto las puertas del Parnaso. A todas horas repetía el poema ganador, que yo, audazmente, firmé con seudónimo. Al final de la primera pieza, su memoria insistía por doceava vez:

“Lucero no hace pupila
más chica que el resplandor
de la Virgen Milagrosa,
madre de Nuestro Señor..."

¡Precioso! ¡Precioso! ¡Precioso! - concluía siempre.

Yo sentía una vergüenza extrema.¡Santo Copón!, de no ser por las veinte mil pesetas, hermosas pesetas, los ripios esos los habría escrito su reverendo tío-tutor.

Sabía que no tenía nada que hacer en aquel lugar. No era, ni por asomo, mi ambiente. Pero Judith me atraía enormemente. Me atraía su recatada compostura; sus enclaustrados pechos que se dejaban sentir, porque no existía sujetador-mordaza en todo el mundo capaz de anularlos; me atraían sus nalgas resbalando por la falda ¿ O era la falda quien resbalaba? Sus labios moldeados a golpe de letanía y “mea culpa”; me atraían sus ojos, de color negro sotana, abiertos a una luz crucificada, grandes como bellotas, como paelleras viejas y requemadas.

Me atraía toda ella. Toda su belleza, su hermosura contrastada con su férrea austeridad. Su candidez monástica frente a mi libido, era un reto imposible, un duelo que me tomé muy en serio y obligaba a batirme con todas mis armas. Era una obsesión y allí estaba yo.

Me invitó a merendar. En una mesa se encontraban varios platos con entremeses y “sandwiches” de los que di buena cuenta. Las bebidas no eran libres de pago y debían ser encargadas al camarero.

-¿Qué quieres para beber? -me preguntó Judith.

Yo no quise revelar mi identidad de “borrachuzo” y denegué de la ginebra por algo más flojo.

- Una cerveza fría, a ser posible.

Ella me miró con ojos ofendidos, como si beber cerveza fría fuese un pecado capital. Un inmenso complejo de hereje trataba de invadir mi ánimo; resistí sin muchas complicaciones. Tenía tranquila mi conciencia. Ella, tratando de quitar importancia al suceso, prosiguió:

-No servimos nada de alcohol, pero puedes pedir cualquier otra cosa. Una coca cola, trinaranjus, fanta, mirinda,...

-Un té con limón -dije, cortando su “spot” publicitario.

-Lo siento, señor, pero no tenemos té - anunció el camarero.

Terrible paradoja. Dentro de poco tiempo, en los salones de billar sólo se jugará al mus -pensé.

Preferí los “sandwiches” a palo seco.

Avanzada la tarde, algunos trajes de volantes y primorosas puntillas desaparecían del salón, colgados del brazo de sus papás y sus mamás. Un puñado de chicos-eunucos continuaban su palique perseverante con las últimas chicas.

La orquesta decaía. En estos momentos interpretaba el sexto corrido mejicano. Estaba ensimismado con un trocito de papa frita que me había caído en el pantalón, cuando regresó Judith del retrete; del tocador de señoras, dijo ella.

-¿En qué piensas?

-Sería una grosería decirlo- titubeé.

-Di. Me arriesgo- alegó ella ruborizada pero atenta.

Y aquí sucumbí a mi defecto. No tuve la diplomacia, el buen gusto de soltarle un improvisado piropo, de inventar cualquier frase ingeniosa. No, tuve que decirle la verdad de mis pensamientos. Y tras sus gritos histéricos, salí rodando del salón de té que no tenía té.

-Pienso en lo a gusto que estaría mi pene dentro de su sexo, querida Judith.

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Me encontraba tomando una higiénica y reconfortante ducha. Después de arduos esfuerzos y probar cuantiosas posturas, estaba logrando enjabonar toda mi espalda. Me dedicaba a ello cuando sonó el fatídico timbre del teléfono. Recordé todos los chistes sobre teléfonos inoportunos.

-¡Diga!- contesté sin mucho entusiasmo.

-Es usted un canalla, un sinvergüenza. Lo voy a demandar a los tribunales. Llamaré a la policía y haré que lo detengan.- Por lo visto, esta persona tampoco se muerde la lengua.

-¿Es a mí? - probé a decir sin esperanza alguna. El suelo a mi alrededor estaba encharcado y el jabón de la espalda descendia por mis piernas.

-Sí, a usted. ¡Golfo! ¡Bandido! Ha dejado a este pobre ángel de pureza medio muerta.

-¡Oiga, oiga!- traté de calmarlo- ¡Qué no es tan grave la cosa!

-¡Qué no es tan grave, desgraciado! Aquí la tengo. En la cama con calenturas. No para de llorar.

-¿Quién es calenturas?¿Un nuevo amigo?- dije intentando dar comicidad al diálogo y rebajar la tensión.

-¡Loco! ¡Bestia! ¡Degenerado! ¡Borracho! ...

Colgué el auricular y continué mi relajante ducha. Después hube de fregar todo el saloncito. No hay mal que por bien no venga -me dije animándome. El salón me agradeció el noble gesto con un asfixiante olor a limpio; zotal y agua.



Habían transcurrido algunas semanas desde el “affaire” Judith. La policía no había venido a reclamarme y decidí guardar la muda de ropa interior y el cepillo de dientes que puse en el recibidor por si me llevaban precipitadamente. Fue lo único que se me ocurrió hacer tras las amenazas del tío-tutor de Judith. Eso, y retrasar el pago al casero por si me encerraban en la cárcel y perdía el dinero del alquiler.

Ahora estaba más relajado. Tres semanas es tiempo suficiente para presentar una denuncia. Si no lo habían hecho, pensé que no lo harían ya. Así fue. Aquella noche no soñé con torturas inquisitoriales, fuegos purificadores y celdas oscuras, húmedas, con olor a orines y detritos, con ratas inmensas mordiéndome los calcetines. Aquella noche soñé otras cosas.
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miércoles, 3 de junio de 2009

La otra noche tuve un sueño...



Villa de Candelaria, Tenerife, a 12 de noviembre de 2005



Mi querida señorita:

El gran discurso de Martin Luther King, comenzaba de esta guisa: “La otra noche tuve un sueño…”. Ciertamente, aquel fue un gran sueño. Fue el sueño de un gran hombre que luchó por que su gente y su raza fuesen igualados y equiparados con los blancos. ¡¡Bueno, pero eso ya es otro cuento!!. Sólo me quedaré con aquello de: “La otra noche tuve un sueño…”. Y el cuento mío empieza así:

La otra noche tuve un sueño, pero la otra noche no fue ayer por la noche. No, ni siquiera fue el mes pasado. No. Tampoco fue hace uno o dos años. No. La otra noche mía fue hace más de veinte años, pero no mucho más.

En mi sueño aparecía una niña que era apenas un bebé. La acababa de conocer, era blanquita de piel, ligera como la brisa, tierna y cálida como un bollito de leche recién hecho, y olía muy bien, como huelen todos los bebés. Y como si fuese una nube, alegre y revoltosa, la veía cambiar ante mis ojos a cada instante. La acababa de conocer, pero yo sabía de mucho antes que vendría, y la esperaba con mis brazos y mi corazón abiertos. Y enseguida creció, y cuanto más crecía, más la amaba yo, porque era buena, porque era alegre, porque era mía. Y porque al quererla yo, también ella me quería.

Y la niña de mis sueños, se convirtió en jovencita, y la ilusión de ser mujer le hizo ser muy coqueta. Yo con ella me metía para hacerla rabiar, y por lo bajini me sonreía de verla tan bien crecer, tan alegre y armoniosa pasar de niña a mujer.

Y esa niña, ahora mujer, que yo egoísta quería esconder en mi corazón, salió al mundo, hermosa, radiante, ilusionada. Explorando el universo con sus ojos color miel.

Y ahora, que no la tengo a mi lado, que no le puedo dar un abrazo protector, una sonrisa tranquilizante, un beso curativo. Ahora que mis ojos no la hacen sonreír, que mis manos no alcanzan a acariciarla. Ahora la echo de menos, y desearía volar hasta encontrarla y traerla entre mis plumas, cálida y protegida, de nuevo al nido. Desearía poderle dar mi mano a todas horas, para que en ella se apoye a cada instante. Pero no.

Ella ha de conocer el mundo, husmear en sus rincones, volar con sus alitas hasta que se haga fuerte. Y yo desde aquí abajo miraré, feliz y orgulloso, su vuelo, su marcha, su vida. Porque de su éxito depende el mío, y de su felicidad la mía.

Por eso en mi sueño, siempre hay una niña buena a un lado, y al otro un hombre, que es un padre enamorado.


(Carta enviada a mi hija con motivo de su estancia en el extranjero)
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