Como cada día a las cinco se citaron en el gabinete, pero esta vez el día tenía una luz especial, una luz que no sólo penetraba en dura pugna por la ventana, atravesando las ajadas cortinas. Esta tarde la luz partía de sus ojos, una luz alucinada, una luz renacida que irisaba la pequeña habitación de reflejos vivos. Mariluz había llegado presurosa, agarrando a su hijo de la mano y casi arrastrándolo. Había llegado llena de ilusión y de deseo. El viejo Mauro la vio entrar como una exhalación, la esperaba, pero casi no le dio tiempo a verla de lo rápido que caminaba. Él la recibió con la mellada sonrisa de todos los días mientras sus ojos hacían chiribitas.
Mariluz se sentó en su silla como casi todas las tardes desde meses atrás. Se sentó y empezó a escribir como una posesa, como un autómata. El viejo Mauro no se le acercó esta vez, la miraba en la distancia mientras daba de merendar al hijo de Mariluz. Ella iba escribiendo y recordando, su cabeza voló al pequeño pueblo andino donde nació y vivió su misérrima infancia, sus trabajos duros desde siempre, desde que supo andar, casi desde que abrió sus ojos a una luz crucificada, a una vida desangelada. Luego vio de nuevo como moría su madre de desesperación y asco, que en aquel pueblo era epidemia y, tal vez, la peor de todas las enfermedades, y como su padre se consumió entre el alcohol y un trabajo en la minería que le robó el poco encanto que poseyó nunca, y después la vida. Recordó su huída a Oruro y luego a Cochabamba, y después a La Paz. Cada vez más lejos buscaba el paraíso. Pero el paraíso fue esquivo con ella. Siguió recordando mientras escribía. Y mientras escribía, una lágrima rodó por su mejilla hasta el papel, y luego otras siguieron la misma ruta. Vino a su memoria un matrimonio de conveniencia, sin amor y sin pasión. Un hombre que la protegiera y la cuidara, pero quién la protegería y la cuidaría de él. Y así recordó su llegada a España, sus ahorros de años para continuar su huída, esta vez huía también de un hombre y un país que le ofrecían las mismas cosas; trabajo sin futuro, desesperanza sin horizonte, dolor y agonía. Por eso vino a España en su búsqueda del paraíso, pero aquí tampoco estaba, aunque por primera vez tuvo la esperanza cierta de que saldría adelante, y esa ilusión la mantenía. El viejo Mauro era un firme noray que la alejaría de la deriva, que la mantendría aferrada a la realidad de los días. El viejo Mauro era su vecino, su amigo y, ahora también, su refugio ante todas las tormentas. Y pensando en él, seguía escribiendo palabra tras palabra.
Él la veía escribir sin molestarla. La miraba con orgullo, como un padre mira al hijo que triunfa, que sale adelante. El viejo Mauro consiguió ganarse su confianza poco a poco, paso a paso, como la zorra de El Principito. La veía como la hija que perdió un día entre la vorágine de aquellos tortuosos tiempos pasados. Y creyó en ella, y la rescató para la vida. El viejo Mauro era “el bicho” que habitaba desde hacía 40 años aquella casa e impedía la demolición de todo el edificio, y consiguió alojar allí a Mariluz y a su hijo. ¡Y que se fuesen al diablo los propietarios y los vecinos murmuradores! Era demasiado viejo para la lujuria y la lascivia, pero no para el amor. Y él sabía que el verdadero amor es aquel que soporta las ausencias, no tan sólo la del ser amado, objeto de sus desvelos, sino también, y esto es lo más grandioso, soporta la ausencia del propio amor. Y renace desde las ruinas como ave fénix, para enfrentarse a sus últimas consecuencias. Así, el verdadero amor perdura a través del tiempo y del espacio, y en ocasiones supera la vida de los propios amantes, haciéndose entonces inmortal. Por eso seguía fiel a su difunta esposa, allá donde estuviese.
Mariluz terminó su escrito, y se lo mostró a su maestro. El viejo Mauro, emocionado, leyó la hoja que ella le mostraba dispuesto a corregirla. Mariluz había escrito por primera vez un texto ella sola, y le dijo al viejo Mauro que allí estaba lo más valioso que poseía, que aquello era un regalo para el maestro que le enseñó a entender las letras y sus misterios, a leer y escribir con ese susurrar paciente y ese perenne brazo sobre el hombro, con esa sonrisa pícara de viejo truhán, amable y dicharachero. Tarde tras tarde. Y el viejo Mauro leyó atónito una receta de cocina. Ella le explicó que la receta del silpancho, era de lo poco que le dejó su madre en herencia, y que nadie sabía hacerlo como su madre lo hacía. Que ese era su secreto mejor guardado, y que por eso se lo ofrecía a él. Y la receta del silpancho, hecho con arroz y todo, flotó ante los ojos del anciano, que enternecido trató de disimular una lágrima, o quizás dos. Otro día le daré la receta del chicharrón de surubí, lo malo es que acá no hay surubí- le dijo ella finalmente, sonriente y orgullosa.
Y el viejo Mauro, miró la letra titubeante de Mariluz, miró sus oscuros ojos y su mirada clara. Y entonces, sintió el paso del tiempo sobre sí mismo, y odió esos malditos días que se iban, porque con alguno de aquellos días huidizos se iría ella o, tal vez, él.
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domingo, 11 de octubre de 2009
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