martes, 8 de septiembre de 2009
RAQUEL, TAL VEZ ...
Bajó a la playa a refrescar sus pies en las olas que la pleamar olvidó entre las rocas, en esos charquitos de agua que no pudieron acudir a su cita con las sirenas y quedaron atrapados. Cruzó la playa de punta a punta, tratando de descubrir antiguas huellas de ahogados y suicidas sobre la arena. Tan sólo halló una rosa mustia que algún romero plantó próxima a la orilla, días atrás, en ofrenda a la Virgen del Carmen, o quizás fuese una promesa de amor de un jornalero del mar a una muchacha. La flor había logrado eludir los embates de la sal y el agua, pero sucumbía irremisiblemente al tiempo, falta de artificios.
Regresó a la casa donde Raquel dormía. Su inmovilidad había hecho perdurar el hueco que el cuerpo de él dejó sobre la cama unas horas antes. Cuando el aroma del café inundó la casa, Raquel estiró su cuerpo y la luz, salvando en dura pugna persianas y cortinas, logró anidar en su rostro, quebrando el sueño en sus pupilas. El reclamo surtió efecto.
Desayunaron al ritmo de un vals que pregonaba un viejo mecanismo desde algún rincón de la casa. Él pensaba en Strauss delante de una tostada y ella hablaba de su regreso a Viena. Esa constante alusión a su partida, a su separación, iba sumiendo el ánimo de él en la amargura.
Amaba Viena porque ella amaba Viena, pero su corazón le imputaba a esa ciudad las cualidades precisas de la perfidia; arteramente alejaba de sí a Raquel.
Salieron en dirección al pueblo, aún movidos por los acordes últimos del maestro vienés, buscaban la sombra escasa de los abedules. El insistía en encontrar con su mano la de ella y Raquel, mientras, ejecutaba la escala cromática en un piano imaginario. Antes de tropezar con las primeras casas, él ya le hablaba de su permanencia allí, de que le ayudase a concluir la construcción del barco y de que partiesen juntos. Fue un error. Ella lo tildó de egoísta e irreflexivo, le habló de sus futuros conciertos, de lo mucho que le había costado conseguir aquella beca, le habló de la pequeña buhardilla que había comprado en Viena y que todavía estaba pagando.
- ¡Te das cuenta! ¡Por fin algo realmente mío! ¡Modesto y pequeño, pero mío! Tu has heredado de tus padres esta casa que tienes y vives en ella como algo tuyo, pero yo sólo tengo cuarenta metros cuadrados que he conseguido por mis propios medios. Tengo la música, que comparte mis horas de felicidad y hastío...
Y continuó hablando. Se sentaron en un refrescante a la sombra de la torre de la iglesia, y allí concluyó diciendo que lo amaba tanto como a la música y que, quizás, lo sublimaba en la música. El movía la cabeza asintiendo. Ella tenía razón. Todo lo que Raquel había dicho era cierto, lo comprendía, pero cómo hacérselo entender al corazón; en esa lucha interior zozobraba.
Fueron a ver el barco, sus quince metros de estructura ósea, espinas de ballena barnizadas. Raquel se mostró entusiasmada, le parecía un navío imponente, majestuoso sobre su cuna de maderos. Él le mostró los planos y le fue explicando los diversos habitáculos, aparatos y aparejos que llevaría en el futuro, pero no le dijo que las obras del barco llevaban varios meses detenidas, no le dijo que el barco sin ella era un absurdo, un vacío, que en ella residía el verdadero y único espíritu del barco. No le dijo que el barco era un símbolo de algo, más que un medio para alcanzar algo. No le dijo...
La noche sorprendió sus cuerpos vibrando al ritmo de una música fútil. Una sucesión de piezas lentas provocó que una burbuja de aire quedara atrapada, desde hacía muchos minutos, entre las manos de ambos, palma contra palma. Sus pies se deslizaban sobre una roja moqueta salpicada de ajados pétalos de clavel y rosa caídos desde pequeños floreros en las mesas. Los sesenta watios de sonido melódico encima de sus cabezas eran insuficientes para extraerlos de la ensoñación trágica y definitiva del instante. Raquel se abrazaba al hombre pensativo y triste, por el rostro bajaban lágrimas que se perdían en la comisura de sus labios, los ojos de él miraban los de ella y le hablaba en un susurro.
Ajenos al local donde se hallaban y al resto de parejas bulliciosas, en su mayoría jóvenes a quienes la moda al uso confería una gracia estéril, él volvió a rogarle que no se marchara y a continuación volvió a pedir perdón por sus palabras. Ella, escondiendo su cabeza en el pecho de él, continuaba llorando mansamente. Fue una larga despedida.
Aquella mañana, muy temprano, Raquel desempolvó el piano, su piano saciado ya de inactividad. Con un dedo dibujó un nombre sobre su superficie, un nombre que desapareció enseguida. Bajo un paño de gamuza se descubrió un brillo cobrizo que irisaba la primera luz del día.
Aquella mañana Viena no era una fiesta, tenía una luz opaca que presagiaba el ya cercano otoño. No había llovido pero sus calles estaban mojadas de un rocío que el día haría desaparecer lentamente. “ Érase de un marinero / que hizo un jardín junto al mar, / y se metió a jardinero./ Estaba el jardín en flor, / y el jardinero se fue / por esos mares de Dios.”; Raquel recordó estos versos de Machado y sus dedos arrancaban del piano unas notas que se iban hilando, apretujando, superponiendo, unas notas que iban forjando una sinfonía plena de energía y patetismo, apasionada. El eterno Brahms flotó por la sala mientras Raquel, con los ojos cerrados, veía el mar diluirse en su memoria.
Aquella mañana, muy de mañana, cuando el sol aún no lograba desprenderse de la línea del horizonte, una muchacha del pueblo bajó a la playa buscando una promesa que regar con las lágrimas de su añoranza; tan sólo encontró los despojos de un suicida ahogado, comido a medias por las aves en la playa y los peces en el mar.
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