lunes, 4 de enero de 2010

Carta de amor (I)

Portbou ( Girona ), 14 de febrero de 2000.


Mi querida Judit:

Sé positivamente que esta carta te sorprenderá. Te preguntarás cómo he sido capaz de localizarte después de tanto tiempo. Ha sido la diosa fortuna la que me hizo ver una foto tuya, con tu nombre de casada al pie y una breve nota donde se insertaba tu dirección. Fue el azar, porque no soy aficionado a las revistas de crónicas de sociedad.

Tengo 73 años, tú ya lo sabes, y es ahora cuando empiezo realmente a envejecer, ahora que antepongo el recuerdo al presente. Pienso que la memoria, la grabación de los bellos momentos, están hechos para la vejez y la soledad; reúno ambos requisitos. Ana, mi mujer, murió hace ocho años, y ahora que ya no viajo, me dedico a vegetar en mi casa, compartiéndola con mi viejo perro “Abraxas”.

Ver tu fotografía en aquella revista me trajo maravillosos recuerdos, rememoré con nostalgia y tristeza nuestro último encuentro, fue en París hace casi cuarenta años. ¿Lo recuerdas?


Nos tropezamos en los Campos Elíseos; yo paseaba, tú... nunca supe lo que hacías allí. Te mostraste demasiado efusiva, tus brazos parecían estar fundidos a mi cuello en aquel abrazo entrañable; besabas mi rostro como una posesa, con una profusión que supuse surgida de un impulso profundo, como queriendo hallar la piel entre mi barba. Realmente fue un encuentro emotivo.

Aquel día te invité a tomar unas copas; quizás fue lo único que acerté a decir tras mi primera sorpresa y tu recibimiento exhaustivo, quizás fue porque nos apetecía. Aceptaste. ¿Recuerdas aquel “pub” inglés en pleno barrio Latino? ¿Y la diana aquella tan extraña? ¿Aquella que mientras bebíamos se iba haciendo más pequeña y daba vueltas?

Al verte reír sin control, no sé porqué recordé nuestra -- ya lejana en el tiempo -- despedida en la estación de Barcelona; tras la ventanilla, junto a tu asiento, quise mirarte y te vi: estabas llorando con una velada sonrisa en los labios.


Con la noche ya crecida cerraron el local. Salimos de él -- apoyados los hombros, entrelazadas las manos -- dando tumbos. Caminamos, ebrios de alcohol y de recuerdos, sin dirección alguna. Yo no conocía la ciudad y no sé si fuiste tú o el duende de las sorpresas quien me llevó junto a ti al barrio aquel.

Recuerdo tus reparos y lo ridícula que te sentías, a las tres de la madrugada, subiendo por la escalera de aquella casa de ... de ... Creo que era a doce francos la habitación.

Te detuviste en el último rellano; dudabas entre seguir subiendo o empezar a correr escaleras abajo -- tal vez, entre los vahos etílicos que giraban en tu cabeza, recobraste aquella conciencia burguesa que juntos habíamos enterrado hacía años --.

Fue entonces cuando, rozando imperceptiblemente tus hombros con mis manos, te dije, con una sonrisa, que no me hacía a la idea de que estuvieras casada, y menos, con un notable industrial del calzado francés. Tú me miraste a los ojos con un mohín de tristeza y me exigiste que te mostrara la fotografía de mi mujer. La observaste largamente, intercalando en tu escrutinio frívolas opiniones femeninas. Besé tu frente y continuamos subiendo; la puerta que veíamos arriba te seguía produciendo dudas. Traspasaste sus umbrales.


La barca se contoneaba suavemente sobre el agua, con una gracilidad poética, romántica. El lago era delicioso en aquella hora. La luna aparecía intermitente entre las nubes y tus manos se extendían yertas sobre mi pecho, queriendo auscultar al tacto mis sentimientos. Diste un gran respingo cuando sentiste húmedos los pies; la barca hacía agua. Intenté remar y vimos, alarmados, cómo un remo flotaba alejándose en la noche.

Lanzaste un alarido que yo interpreté como de pánico -- como si tu garganta estuviese poblada por un millar de grillos templando y afinando al unísono sus violines -- y por primera vez nos dimos cuenta que no sabíamos nadar. Fue alguien, afortunadamente, quien encendió la luz atraído por tu grito; nos vestimos presurosos y, tras algunas palabras de disculpa, marchamos a ver despuntar el día a un lugar cerca del Sena.

Ambos preferimos despedirnos para siempre, amigablemente, con un beso. ¿Recuerdas? Nuestro amor estuvo a punto de morir ahogado.

Éramos amantes en el espíritu, nuestro amor físico zozobraba a cada intento. Siempre había un tálamo preparado para nuestra unción y sabíamos que el intimismo que compartíamos se desvanecería en aquel lecho. Éramos platónicos, extremadamente idealistas, camaradas de tertulia, aliados de proyectos.

Querida Judit, aquel último día en París aprendí a amarte en silencio. Hoy que para mí el amor sólo puede ser un sentimiento estético te sigo amando. Podría acercarme a ti, recorrer los pocos cientos de kilómetros que nos separan y visitarte en tu casa; podría invitarte a la mía. Pero no quiero verte, quiero conservarte como cuarenta años atrás, como cuando éramos capaces de llorar por nada y reír por todo.

Ahora, mi recuerdo será un grandioso monumento a ti.

Con sumo cariño,
Benedicto Saussó.
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2 comentarios:

María Rosa Olivos dijo...

Andrés, continuamente paso a visitar tus blogs y me doy cuenta que están actualizados.
Ésto me hace corroborar que sí existes y extrañar nuestras efímeras pláticas que giraban en torno al arte.
He aqui una fiel admiradora.

María Rosa Olivos dijo...

Andrés, continuamente paso a visitar tus blogs y me doy cuenta que están actualizados.
Ésto me hace corroborar que sí existes y extrañar nuestras efímeras pláticas que giraban en torno al arte.
He aqui una fiel admiradora.