miércoles, 20 de mayo de 2009
ONÍRICO PERIPLO
Desperté y una tibieza como nacida del sueño me embargaba. Caminé por el vértice húmedo y salado. Miraba y donde mirase el azul era; y lo era todo. Nadé como pájaro caído en agua, pero estas tranquilas y calientes. Entonces sentí la noche; el oscuro, la luz, el oscuro y la luz finalmente, tan de improviso y fugaz que me asusté y apreté la marcha, desembocando en un mullido muelle circular y gelatinoso, pero amable y acogedor como la penumbra y el olor a incienso para la beata.
Pronto me di cuenta que los miles de rojos hilos, rojos como la granada más granada desgranada y pisoteada, que uno tras otro tenía que saltar, eran constantes y fluidos, y suaves y sabrosos como el más suave y sabroso óbito o el néctar más sabroso y suave, pero más, tanto, que estuve recibiendo su sabor y olor hasta llegar a aborrecerlo.
De nuevo la luz se ausenta, vuelve y se va, regresando nuevamente a una velocidad superior a la del tiempo; me voy acostumbrando.
Pronto encuentro una dificultad. Una red filamentosa corta mi paso, se extiende ante mí, negra como el culo de una sartén quemada pero brillante como un sol de estío y larga como la esperanza del más humilde de los vasallos, siervo de la ignorancia y la impotencia.
Avanzo entre recodos y traspaso, paso tras paso, la perfecta sombra que me alcanza. Pero ha cambiado mi entorno, es más árido y ceniciento, aunque terso y perfumado como el más sublime pecho que mujer poseer quisiera. De pronto todo se tambalea y una maraña de ensombrecidos juncos golpean, cayendo desde lo alto, a los de abajo, repetidas veces tras de mí, como los últimos aplausos del cansado espectador de la somnolienta obra de teatro.
Pero yo prosigo. Nacido, como soy, de tu pupila para la luz, seré el duende latoso que te acompañe, devaneo tras devaneo, hasta el centro de tu aurora y de ti misma.
(escrito a mis 18 años…¡¡santo dios!!)
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sábado, 9 de mayo de 2009
SARA (un relato con final)
Deberían conocer mi casa. Si alguna vez pasan cerca de este lugar, no duden en visitar mi jardín. Quedarán asombrados de sus rincones sombríos y sus soleados paseos, de la frescura de su hiedra y el curtimiento de sus árboles enhiestos. Comprobarán la sencillez sumisa de la escueta margarita, codo a codo en su parterre con la azucena altiva. Los pulcros caminillos los verán bordeados por una perfecta gradación de lirios: blancos, azules, morados, azules, blancos...
También provocarán en sus almas poéticas inquietudes los minúsculos pensamientos, salpicando de colores todo espacio soleado. La magnolia la encontrarán abriéndose camino en el aire y exhalando su perfume a oleadas desde su ramaje.
No tiene muros mi jardín, o quizá tenga los más hermosos. Son una profusa hilera de acacias y adelfas, que abren al sol sus flores en su obsesivo afán de perpetuarse, las que limitan este vergel y el mundo. Son los más tupidos guardianes de la primavera, la fortaleza de mi casa, inexpugnable para la pesadumbre y el desánimo, aparentemente.
En el centro de mi querido jardín, se alzan una docena de cipreses enjutos y tristones, con la tristeza de un sepulturero en constante vigilia a los muertos. Parecen tener la eternidad en sus raíces, cuentan los años como minutos y, tal vez, los siglos sean horas. Estos cipreses, en su círculo privado, esconden una antigua tumba de mármol. He intentado muchas veces descifrar la borrosa inscripción que aparece en la losa central, pero es completamente ilegible.
Y allí, entre verde y verde, se encuentra mi casa. Una casa añeja y sólida, mezcla de lineal neoclásico y sorprendente modernismo. Está compuesta por dos plantas de altos techos y blasonada en su frontis con un extraño escudo. Posee unos breves escalones, escoltados de gruesos pasamanos de piedra. La puerta principal se abre silenciosamente sobre sus goznes y nos permite adentrarnos en un salón amplio, inmenso pero acogedor. Todas las habitaciones adquieren un encanto intimista que hace sentirnos confortables en su interior, una decoración alegre y vitalista ahoga el espanto de sus estructuras rígidas.
Toda esta maravilla es obra de mi esposa. Ella imprimió a este lugar esa cadencia alegre y luminosa que posee.
Cuando adquirimos la casa, resultaba un espectáculo, casi espeluznante. Los terrenos que ahora forman el jardín parecían un campo de batalla, un nido caótico de brujas y ogros. Un desolador albedrío de hierbajos y desahucio se extendía por todo. La casa se encontraba sucia en extremo; las habitaciones carecían del menor gusto estético, a pesar de conservar todo el mobiliario y ajuar de su época de esplendor.
Sara, mi mujer, que al principio se mostró reacia a la compra, cedió dado mi gran interés por aquella noble villa.
Comenzó desde el primer día. Desde el momento que encerramos nuestra intimidad en aquella casa, desde el instante mismo de erigirla como nuestro hogar, Sara inició los arreglos y reformas.
Día a día observaba yo algún detalle nuevo que resultaba genial. Mi hacendosa mujer, provista de una extraordinaria sensibilidad -- romántica y mimosa -- ponía en su cometido toda el alma.
Yo le di, a petición suya, total libertad para realizar sus mejoras. ¡ Y qué mejoras !.
El jardín, despaciosamente, fue cobrando visos de hermosura. Las manos de Sara resultaban prodigiosas; se afanaban igual en las tareas de la tierra, como enarbolaban brochas y rodillos, inundando de cielo, oro y nieve las paredes. El suelo de la casa se cubrió con exóticas alfombras y moquetas atractivas; la chimenea del salón fue colmada con un reloj tremendamente sencillo. Los días los sorbíamos en constantes planes. Por la noche la veía en la cama intranquila, era en esos momentos cuando las nuevas ideas poblaban su tostada frente, cuando pensaba en lo bien que estaría el balcón con unas cortinitas de satén blanco y lo acertado de un espejo oval y no cuadrado en el recibidor extenso. En su soñar nervioso se translucían las construcciones de los tabiques que iniciaría en breve tiempo.
A pesar de mis constantes ofrecimientos para contratar obreros y servidumbre, ella quería ser la única artífice de todo, la solitaria forjadora de nuestro hogar. Me decía, con esa pícara mimosidad de ella, que eran algo muy íntimo los arreglos domésticos para dejarlos en manos extrañas.
Sólo aceptaba mi colaboración en las tareas de albañilería, que yo satisfacía con animosidad y brío, contagiado, quizás, por la vitalidad desmesurada que observaba en ella.
Mi trabajo en la oficina se me iba haciendo insoportable. Siempre me había resultado grato ocupar mi regio despacho y concentrarme en los oficios y balances que debía estudiar y aprobar. Ahora sólo esperaba el fin de mis obligaciones, intransferibles a otra persona, para regresar a la villa que mi mujer convertía, poco a poco, en un santuario de dicha y paz, de feliz sosiego.
Nuestra felicidad resultaba inenarrable, sólo posible de entender en las cálidas telillas del corazón o en la etérea cápsula donde se almacenan los sentimientos. Vivíamos en un continuo arrullo de proyectos y caricias, y todo ello se hacía más sublime en el marco colorista y alegre en que se desarrollaba. La dulzura que nos profesábamos Sara y yo, derivó en una imposibilidad de separarnos por mucho tiempo; los minutos en soledad se nos clavaban en la piel con aguijones de avispa desasosegada.
.. .. ..
Sara solamente respetó los cipreses y su eterno huésped. La cumplida tumba le producía un estado de ansiedad, una zozobra en su ánimo efervescente de por sí, propenso a la melancolía.
Paseábamos algunas tardes por nuestro jardín y la veía desviar la vista del vegetal mausoleo. Observaba una ligera palidez en su rostro moreno y un, casi imperceptible, temblor en sus palabras. Eran los momentos en que yo la ceñía más tiernamente por la cintura, y, como flotando, la llevaba al porche de hiedras, donde ella sorbía un oloroso té invariablemente y yo, bien un jerez o un kirsch, que tomaba lentamente mientras Sara me explicaba como había transcurrido el día. Además del kirsch, mi influencia germana había provocado un orden en las cosas que se veía reflejado en todo. Una geometría y un sentido de “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar” que lograban una casa y un jardín verdaderamente ordenado y atractivo. Jamás pregunté a Sara dónde estaba esto o aquello.
Los días transcurrían deliciosamente, como llevados por una tibia corriente de luz constante, apacible.
Tal vez la catástrofe nos llegó por exigir demasiado de la vida, tal vez por estirar abusivamente la cinta azul que nos unía el espíritu. Quizá, tan sólo porque en el diario del dios que rige las tragedias había una hoja en blanco que rellenar.
El verano declinaba en nuestro jardín. Alguna brisa fría traspasaba ya los muros, puertas y ventanas; Sara encendió, como un ritual, la chimenea del salón por primera vez.
La noche siguiente, al acostarnos, sentimos un impacto; nuestros sentidos percibían algo que no lográbamos determinar. Algo que nos resultaba familiar y ahora no teníamos; los grillos habían enmudecido el jardín y su monótona orquestina nos faltaba.
Sara se inquietó ostensiblemente. Parecía hiperestesiada por algún brebaje, como si un ejército de topos recorriesen su vientre. La sentí vibrar entre las sábanas y el castañeteo de sus dientes daba vueltas por la habitación, de esquina a esquina. Al momento, casi inmóvil, me dijo que prestara atención.
--- ¡No oyes ese ruido?. Es el sonido de un cuerpo en
descomposición; es el muerto de nuestro jardín.
Traté de calmarla imprimiendo a mis palabras, primero ternura; luego la sequedad del que habla apoyándose en la lógica; después se durmió, sumergiéndose en un sueño de derrumbe.
Yo hubiese dado todo, todo, porque aquellas horas infernales se perpetuaran como una pesadilla, como una broma maliciosa de las sombras de la noche.
Aquello marcó el óbito de nuestra dicha. Sara aparecía ante mí con un cansancio perenne pegado al rostro. Cada mañana, las horas muertas de la noche habían dibujado arrugas nuevas en su cara; estaba ausente, distante de mí y del jardín y de la casa. Le restaba a todo el valor que antes habíamos apreciado juntos. Toda ella era una vaguedad etérea escurriéndose, reptando por la casa.
Mi asombro culminó una tarde de otoño que la vi en el jardín. Estaba limpiando la tumba de los cipreses, fregaba como una autómata, restregando con esmero el duro cepillo sobre la piedra.
A partir de este momento, todo acaeció como un alud incontenible. Adornó con flores de temporada todo en rededor del mármol mortal. El salón y las habitaciones, la cocina, el baño y el resto de las dependencias, iban acumulando polvo. El jardín empezaba a sumirse en una jungla de maleza y desorden; el abandono era total. Conmigo mostró una frialdad extrema, un ignorar mi presencia que me compungía; resultaba desolador. Mis muestras de afecto, de cariño, y cualquiera de mis intentos de aproximación, eran estrangulados con su eterno cansancio, con su jaqueca constante.
--- Déjame ahora, estoy cansadísima. Me duele horriblemente la cabeza.
Comencé a mostrarme severo. Le exigía que impusiera un orden, una atención y cuidado a todas sus cosas. Le increpaba por su desaseo, por la dejadez con que vestía; todo se desmoronaba en torno suyo.
Cada vez más, notaba yo como su atención derivaba hacia el jardín, hacia ese nido de cipreses que incubaban mi desesperación y su locura, quizás ya eclosionada. Limpiaba y barría las losas cada día. El mármol, reflejando los tenues rayos del sol de invierno, parecía acumular toda la luz del jardín, que ya, tristemente, no sugería ningún placer en mí; su estado era deplorable.
Me venció la impasibilidad de Sara; su apatía había logrado mi angustia. Recordaba insistentemente a mi otra mujer, a mi antigua Sara, a mi hacendoso, vital, romántico, dispuesto amor.
Nuestras vidas se encaminaban paralelas hacia distintas metas; convivíamos bajo el mismo techo, compartíamos la misma cama, nos repartíamos todo, pero éramos extraños, no nos reconocíamos. Estabamos definitivamente distanciados, como si no nos viéramos, sin hablarnos. Disfrutábamos del mismo mundo en distintas galaxias.
Pensé en arrancar la raíz del mal. Quise arrasar con la tumba y los cipreses. Ellos eran los que atraían a Sara con su potente imán de muerte y sombra. No fue necesario; el morboso hado de las desgracias adelantó la culminación de su incruenta obra.
Era un final de invierno fatal. El gélido ulular del viento y el racimo de sombras que la noche descolgaba sobre el cuarto, daban el aspecto lúgubre que merecía el escenario.
La campanada de las cuatro y media que resonó desde el salón extendió una premonitoria conciencia catastrófica que rebotó en ecos ahogados por toda la casa.
La luna estaba llena, como si toda su superficie, ostentando un “vouyérico” sadismo, quisiera ser testigo del lance final. Me desperté poco antes de la campanada. Tenía seca la garganta y bebí un sorbo de agua del vaso que coloco todas las noches sobre la mesilla. Una campanada aislada en la oscuridad aquella no me ofrecía ninguna información concreta; encendí la luz para mirar el reloj. Mi pequeña esfera dorada marcaba un ritmo de tictac cansino, y sus dispares manecillas persistían en las cuatro y media.
Fue un impulso, un sexto sentido que nunca duerme ni descansa, siempre alerta. Volví la cabeza y comprobé que Sara no estaba en la cama.
Me enfundé en ropas de abrigo y me calcé presurosamente. La busqué por toda la casa, habitación tras habitación, y no la hallé. Salí al jardín. Un extraño sentimiento de temor me paralizó momentáneamente, temor a encontrarla, temor a su locura, temor a toda ella.
La llamé a grandes gritos. Atravesé el jardín de lado a lado y no aparecía. Decidí volver cuando la visión de los cipreses, recortada su negra silueta sobre el claro cielo, me hizo detenerme.
La quietud de aquellos erguidos árboles llamó mi atención. No movían la más endeble rama a pesar del ligero viento. Me acerqué a ellos con un presentimiento tétrico coceándome el estómago desde todas partes. Los añosos guardianes de la muerte parecían querer cerrarme el paso, impedirme violar su seno, sus secretos orlados en negro total.
Entre los cipreses estaba la tumba... abierta. Miré su interior. Mi mujer, Sara, desnuda y dormida,... YACÍA ABRAZADA A UN CADÁVER INCORRUPTO.
Nunca supe cómo la necrófila enamorada, la grácil Sara, pudo levantar la pesada losa; ni como yo, después de ver su cuerpo plagado de amapolas blancas que proyectaba la luna al pasar entre las hojas, pude devolver la piedra a su lugar de origen.
“Encerrados, juntos en la oscuridad de su amor, deben de ser muy felices”, pensé tal vez.
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También provocarán en sus almas poéticas inquietudes los minúsculos pensamientos, salpicando de colores todo espacio soleado. La magnolia la encontrarán abriéndose camino en el aire y exhalando su perfume a oleadas desde su ramaje.
No tiene muros mi jardín, o quizá tenga los más hermosos. Son una profusa hilera de acacias y adelfas, que abren al sol sus flores en su obsesivo afán de perpetuarse, las que limitan este vergel y el mundo. Son los más tupidos guardianes de la primavera, la fortaleza de mi casa, inexpugnable para la pesadumbre y el desánimo, aparentemente.
En el centro de mi querido jardín, se alzan una docena de cipreses enjutos y tristones, con la tristeza de un sepulturero en constante vigilia a los muertos. Parecen tener la eternidad en sus raíces, cuentan los años como minutos y, tal vez, los siglos sean horas. Estos cipreses, en su círculo privado, esconden una antigua tumba de mármol. He intentado muchas veces descifrar la borrosa inscripción que aparece en la losa central, pero es completamente ilegible.
Y allí, entre verde y verde, se encuentra mi casa. Una casa añeja y sólida, mezcla de lineal neoclásico y sorprendente modernismo. Está compuesta por dos plantas de altos techos y blasonada en su frontis con un extraño escudo. Posee unos breves escalones, escoltados de gruesos pasamanos de piedra. La puerta principal se abre silenciosamente sobre sus goznes y nos permite adentrarnos en un salón amplio, inmenso pero acogedor. Todas las habitaciones adquieren un encanto intimista que hace sentirnos confortables en su interior, una decoración alegre y vitalista ahoga el espanto de sus estructuras rígidas.
Toda esta maravilla es obra de mi esposa. Ella imprimió a este lugar esa cadencia alegre y luminosa que posee.
Cuando adquirimos la casa, resultaba un espectáculo, casi espeluznante. Los terrenos que ahora forman el jardín parecían un campo de batalla, un nido caótico de brujas y ogros. Un desolador albedrío de hierbajos y desahucio se extendía por todo. La casa se encontraba sucia en extremo; las habitaciones carecían del menor gusto estético, a pesar de conservar todo el mobiliario y ajuar de su época de esplendor.
Sara, mi mujer, que al principio se mostró reacia a la compra, cedió dado mi gran interés por aquella noble villa.
Comenzó desde el primer día. Desde el momento que encerramos nuestra intimidad en aquella casa, desde el instante mismo de erigirla como nuestro hogar, Sara inició los arreglos y reformas.
Día a día observaba yo algún detalle nuevo que resultaba genial. Mi hacendosa mujer, provista de una extraordinaria sensibilidad -- romántica y mimosa -- ponía en su cometido toda el alma.
Yo le di, a petición suya, total libertad para realizar sus mejoras. ¡ Y qué mejoras !.
El jardín, despaciosamente, fue cobrando visos de hermosura. Las manos de Sara resultaban prodigiosas; se afanaban igual en las tareas de la tierra, como enarbolaban brochas y rodillos, inundando de cielo, oro y nieve las paredes. El suelo de la casa se cubrió con exóticas alfombras y moquetas atractivas; la chimenea del salón fue colmada con un reloj tremendamente sencillo. Los días los sorbíamos en constantes planes. Por la noche la veía en la cama intranquila, era en esos momentos cuando las nuevas ideas poblaban su tostada frente, cuando pensaba en lo bien que estaría el balcón con unas cortinitas de satén blanco y lo acertado de un espejo oval y no cuadrado en el recibidor extenso. En su soñar nervioso se translucían las construcciones de los tabiques que iniciaría en breve tiempo.
A pesar de mis constantes ofrecimientos para contratar obreros y servidumbre, ella quería ser la única artífice de todo, la solitaria forjadora de nuestro hogar. Me decía, con esa pícara mimosidad de ella, que eran algo muy íntimo los arreglos domésticos para dejarlos en manos extrañas.
Sólo aceptaba mi colaboración en las tareas de albañilería, que yo satisfacía con animosidad y brío, contagiado, quizás, por la vitalidad desmesurada que observaba en ella.
Mi trabajo en la oficina se me iba haciendo insoportable. Siempre me había resultado grato ocupar mi regio despacho y concentrarme en los oficios y balances que debía estudiar y aprobar. Ahora sólo esperaba el fin de mis obligaciones, intransferibles a otra persona, para regresar a la villa que mi mujer convertía, poco a poco, en un santuario de dicha y paz, de feliz sosiego.
Nuestra felicidad resultaba inenarrable, sólo posible de entender en las cálidas telillas del corazón o en la etérea cápsula donde se almacenan los sentimientos. Vivíamos en un continuo arrullo de proyectos y caricias, y todo ello se hacía más sublime en el marco colorista y alegre en que se desarrollaba. La dulzura que nos profesábamos Sara y yo, derivó en una imposibilidad de separarnos por mucho tiempo; los minutos en soledad se nos clavaban en la piel con aguijones de avispa desasosegada.
.. .. ..
Sara solamente respetó los cipreses y su eterno huésped. La cumplida tumba le producía un estado de ansiedad, una zozobra en su ánimo efervescente de por sí, propenso a la melancolía.
Paseábamos algunas tardes por nuestro jardín y la veía desviar la vista del vegetal mausoleo. Observaba una ligera palidez en su rostro moreno y un, casi imperceptible, temblor en sus palabras. Eran los momentos en que yo la ceñía más tiernamente por la cintura, y, como flotando, la llevaba al porche de hiedras, donde ella sorbía un oloroso té invariablemente y yo, bien un jerez o un kirsch, que tomaba lentamente mientras Sara me explicaba como había transcurrido el día. Además del kirsch, mi influencia germana había provocado un orden en las cosas que se veía reflejado en todo. Una geometría y un sentido de “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar” que lograban una casa y un jardín verdaderamente ordenado y atractivo. Jamás pregunté a Sara dónde estaba esto o aquello.
Los días transcurrían deliciosamente, como llevados por una tibia corriente de luz constante, apacible.
Tal vez la catástrofe nos llegó por exigir demasiado de la vida, tal vez por estirar abusivamente la cinta azul que nos unía el espíritu. Quizá, tan sólo porque en el diario del dios que rige las tragedias había una hoja en blanco que rellenar.
El verano declinaba en nuestro jardín. Alguna brisa fría traspasaba ya los muros, puertas y ventanas; Sara encendió, como un ritual, la chimenea del salón por primera vez.
La noche siguiente, al acostarnos, sentimos un impacto; nuestros sentidos percibían algo que no lográbamos determinar. Algo que nos resultaba familiar y ahora no teníamos; los grillos habían enmudecido el jardín y su monótona orquestina nos faltaba.
Sara se inquietó ostensiblemente. Parecía hiperestesiada por algún brebaje, como si un ejército de topos recorriesen su vientre. La sentí vibrar entre las sábanas y el castañeteo de sus dientes daba vueltas por la habitación, de esquina a esquina. Al momento, casi inmóvil, me dijo que prestara atención.
--- ¡No oyes ese ruido?. Es el sonido de un cuerpo en
descomposición; es el muerto de nuestro jardín.
Traté de calmarla imprimiendo a mis palabras, primero ternura; luego la sequedad del que habla apoyándose en la lógica; después se durmió, sumergiéndose en un sueño de derrumbe.
Yo hubiese dado todo, todo, porque aquellas horas infernales se perpetuaran como una pesadilla, como una broma maliciosa de las sombras de la noche.
Aquello marcó el óbito de nuestra dicha. Sara aparecía ante mí con un cansancio perenne pegado al rostro. Cada mañana, las horas muertas de la noche habían dibujado arrugas nuevas en su cara; estaba ausente, distante de mí y del jardín y de la casa. Le restaba a todo el valor que antes habíamos apreciado juntos. Toda ella era una vaguedad etérea escurriéndose, reptando por la casa.
Mi asombro culminó una tarde de otoño que la vi en el jardín. Estaba limpiando la tumba de los cipreses, fregaba como una autómata, restregando con esmero el duro cepillo sobre la piedra.
A partir de este momento, todo acaeció como un alud incontenible. Adornó con flores de temporada todo en rededor del mármol mortal. El salón y las habitaciones, la cocina, el baño y el resto de las dependencias, iban acumulando polvo. El jardín empezaba a sumirse en una jungla de maleza y desorden; el abandono era total. Conmigo mostró una frialdad extrema, un ignorar mi presencia que me compungía; resultaba desolador. Mis muestras de afecto, de cariño, y cualquiera de mis intentos de aproximación, eran estrangulados con su eterno cansancio, con su jaqueca constante.
--- Déjame ahora, estoy cansadísima. Me duele horriblemente la cabeza.
Comencé a mostrarme severo. Le exigía que impusiera un orden, una atención y cuidado a todas sus cosas. Le increpaba por su desaseo, por la dejadez con que vestía; todo se desmoronaba en torno suyo.
Cada vez más, notaba yo como su atención derivaba hacia el jardín, hacia ese nido de cipreses que incubaban mi desesperación y su locura, quizás ya eclosionada. Limpiaba y barría las losas cada día. El mármol, reflejando los tenues rayos del sol de invierno, parecía acumular toda la luz del jardín, que ya, tristemente, no sugería ningún placer en mí; su estado era deplorable.
Me venció la impasibilidad de Sara; su apatía había logrado mi angustia. Recordaba insistentemente a mi otra mujer, a mi antigua Sara, a mi hacendoso, vital, romántico, dispuesto amor.
Nuestras vidas se encaminaban paralelas hacia distintas metas; convivíamos bajo el mismo techo, compartíamos la misma cama, nos repartíamos todo, pero éramos extraños, no nos reconocíamos. Estabamos definitivamente distanciados, como si no nos viéramos, sin hablarnos. Disfrutábamos del mismo mundo en distintas galaxias.
Pensé en arrancar la raíz del mal. Quise arrasar con la tumba y los cipreses. Ellos eran los que atraían a Sara con su potente imán de muerte y sombra. No fue necesario; el morboso hado de las desgracias adelantó la culminación de su incruenta obra.
Era un final de invierno fatal. El gélido ulular del viento y el racimo de sombras que la noche descolgaba sobre el cuarto, daban el aspecto lúgubre que merecía el escenario.
La campanada de las cuatro y media que resonó desde el salón extendió una premonitoria conciencia catastrófica que rebotó en ecos ahogados por toda la casa.
La luna estaba llena, como si toda su superficie, ostentando un “vouyérico” sadismo, quisiera ser testigo del lance final. Me desperté poco antes de la campanada. Tenía seca la garganta y bebí un sorbo de agua del vaso que coloco todas las noches sobre la mesilla. Una campanada aislada en la oscuridad aquella no me ofrecía ninguna información concreta; encendí la luz para mirar el reloj. Mi pequeña esfera dorada marcaba un ritmo de tictac cansino, y sus dispares manecillas persistían en las cuatro y media.
Fue un impulso, un sexto sentido que nunca duerme ni descansa, siempre alerta. Volví la cabeza y comprobé que Sara no estaba en la cama.
Me enfundé en ropas de abrigo y me calcé presurosamente. La busqué por toda la casa, habitación tras habitación, y no la hallé. Salí al jardín. Un extraño sentimiento de temor me paralizó momentáneamente, temor a encontrarla, temor a su locura, temor a toda ella.
La llamé a grandes gritos. Atravesé el jardín de lado a lado y no aparecía. Decidí volver cuando la visión de los cipreses, recortada su negra silueta sobre el claro cielo, me hizo detenerme.
La quietud de aquellos erguidos árboles llamó mi atención. No movían la más endeble rama a pesar del ligero viento. Me acerqué a ellos con un presentimiento tétrico coceándome el estómago desde todas partes. Los añosos guardianes de la muerte parecían querer cerrarme el paso, impedirme violar su seno, sus secretos orlados en negro total.
Entre los cipreses estaba la tumba... abierta. Miré su interior. Mi mujer, Sara, desnuda y dormida,... YACÍA ABRAZADA A UN CADÁVER INCORRUPTO.
Nunca supe cómo la necrófila enamorada, la grácil Sara, pudo levantar la pesada losa; ni como yo, después de ver su cuerpo plagado de amapolas blancas que proyectaba la luna al pasar entre las hojas, pude devolver la piedra a su lugar de origen.
“Encerrados, juntos en la oscuridad de su amor, deben de ser muy felices”, pensé tal vez.
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Todos los inicios son difíciles ¡¡
Con este blog quiero iniciar la publicación de algunos relatos que se hallan desperdigados por los cajones de mi mesa y las neuronas de mi cabeza. Por eso quiero que este blog sea el vehículo para dar salida a todos ellos. Los pasados y los presentes, los futuros y los no natos. Relatos, cuentos, anécdotas que se iran sucediendo.
Aunque inauguro este blog para satisfacerme a mi mismo, espero que esta actitud onanista sea superada, lo cual ocurrirá cuando alguno de ustedes sea satisfecho tras su lectura.
Y...¿Para qué este discurso?
.
Aunque inauguro este blog para satisfacerme a mi mismo, espero que esta actitud onanista sea superada, lo cual ocurrirá cuando alguno de ustedes sea satisfecho tras su lectura.
Y...¿Para qué este discurso?
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