lunes, 4 de enero de 2010

Carta de amor (I)

Portbou ( Girona ), 14 de febrero de 2000.


Mi querida Judit:

Sé positivamente que esta carta te sorprenderá. Te preguntarás cómo he sido capaz de localizarte después de tanto tiempo. Ha sido la diosa fortuna la que me hizo ver una foto tuya, con tu nombre de casada al pie y una breve nota donde se insertaba tu dirección. Fue el azar, porque no soy aficionado a las revistas de crónicas de sociedad.

Tengo 73 años, tú ya lo sabes, y es ahora cuando empiezo realmente a envejecer, ahora que antepongo el recuerdo al presente. Pienso que la memoria, la grabación de los bellos momentos, están hechos para la vejez y la soledad; reúno ambos requisitos. Ana, mi mujer, murió hace ocho años, y ahora que ya no viajo, me dedico a vegetar en mi casa, compartiéndola con mi viejo perro “Abraxas”.

Ver tu fotografía en aquella revista me trajo maravillosos recuerdos, rememoré con nostalgia y tristeza nuestro último encuentro, fue en París hace casi cuarenta años. ¿Lo recuerdas?


Nos tropezamos en los Campos Elíseos; yo paseaba, tú... nunca supe lo que hacías allí. Te mostraste demasiado efusiva, tus brazos parecían estar fundidos a mi cuello en aquel abrazo entrañable; besabas mi rostro como una posesa, con una profusión que supuse surgida de un impulso profundo, como queriendo hallar la piel entre mi barba. Realmente fue un encuentro emotivo.

Aquel día te invité a tomar unas copas; quizás fue lo único que acerté a decir tras mi primera sorpresa y tu recibimiento exhaustivo, quizás fue porque nos apetecía. Aceptaste. ¿Recuerdas aquel “pub” inglés en pleno barrio Latino? ¿Y la diana aquella tan extraña? ¿Aquella que mientras bebíamos se iba haciendo más pequeña y daba vueltas?

Al verte reír sin control, no sé porqué recordé nuestra -- ya lejana en el tiempo -- despedida en la estación de Barcelona; tras la ventanilla, junto a tu asiento, quise mirarte y te vi: estabas llorando con una velada sonrisa en los labios.


Con la noche ya crecida cerraron el local. Salimos de él -- apoyados los hombros, entrelazadas las manos -- dando tumbos. Caminamos, ebrios de alcohol y de recuerdos, sin dirección alguna. Yo no conocía la ciudad y no sé si fuiste tú o el duende de las sorpresas quien me llevó junto a ti al barrio aquel.

Recuerdo tus reparos y lo ridícula que te sentías, a las tres de la madrugada, subiendo por la escalera de aquella casa de ... de ... Creo que era a doce francos la habitación.

Te detuviste en el último rellano; dudabas entre seguir subiendo o empezar a correr escaleras abajo -- tal vez, entre los vahos etílicos que giraban en tu cabeza, recobraste aquella conciencia burguesa que juntos habíamos enterrado hacía años --.

Fue entonces cuando, rozando imperceptiblemente tus hombros con mis manos, te dije, con una sonrisa, que no me hacía a la idea de que estuvieras casada, y menos, con un notable industrial del calzado francés. Tú me miraste a los ojos con un mohín de tristeza y me exigiste que te mostrara la fotografía de mi mujer. La observaste largamente, intercalando en tu escrutinio frívolas opiniones femeninas. Besé tu frente y continuamos subiendo; la puerta que veíamos arriba te seguía produciendo dudas. Traspasaste sus umbrales.


La barca se contoneaba suavemente sobre el agua, con una gracilidad poética, romántica. El lago era delicioso en aquella hora. La luna aparecía intermitente entre las nubes y tus manos se extendían yertas sobre mi pecho, queriendo auscultar al tacto mis sentimientos. Diste un gran respingo cuando sentiste húmedos los pies; la barca hacía agua. Intenté remar y vimos, alarmados, cómo un remo flotaba alejándose en la noche.

Lanzaste un alarido que yo interpreté como de pánico -- como si tu garganta estuviese poblada por un millar de grillos templando y afinando al unísono sus violines -- y por primera vez nos dimos cuenta que no sabíamos nadar. Fue alguien, afortunadamente, quien encendió la luz atraído por tu grito; nos vestimos presurosos y, tras algunas palabras de disculpa, marchamos a ver despuntar el día a un lugar cerca del Sena.

Ambos preferimos despedirnos para siempre, amigablemente, con un beso. ¿Recuerdas? Nuestro amor estuvo a punto de morir ahogado.

Éramos amantes en el espíritu, nuestro amor físico zozobraba a cada intento. Siempre había un tálamo preparado para nuestra unción y sabíamos que el intimismo que compartíamos se desvanecería en aquel lecho. Éramos platónicos, extremadamente idealistas, camaradas de tertulia, aliados de proyectos.

Querida Judit, aquel último día en París aprendí a amarte en silencio. Hoy que para mí el amor sólo puede ser un sentimiento estético te sigo amando. Podría acercarme a ti, recorrer los pocos cientos de kilómetros que nos separan y visitarte en tu casa; podría invitarte a la mía. Pero no quiero verte, quiero conservarte como cuarenta años atrás, como cuando éramos capaces de llorar por nada y reír por todo.

Ahora, mi recuerdo será un grandioso monumento a ti.

Con sumo cariño,
Benedicto Saussó.
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domingo, 11 de octubre de 2009

Mariluz busca el paraíso

Como cada día a las cinco se citaron en el gabinete, pero esta vez el día tenía una luz especial, una luz que no sólo penetraba en dura pugna por la ventana, atravesando las ajadas cortinas. Esta tarde la luz partía de sus ojos, una luz alucinada, una luz renacida que irisaba la pequeña habitación de reflejos vivos. Mariluz había llegado presurosa, agarrando a su hijo de la mano y casi arrastrándolo. Había llegado llena de ilusión y de deseo. El viejo Mauro la vio entrar como una exhalación, la esperaba, pero casi no le dio tiempo a verla de lo rápido que caminaba. Él la recibió con la mellada sonrisa de todos los días mientras sus ojos hacían chiribitas.


Mariluz se sentó en su silla como casi todas las tardes desde meses atrás. Se sentó y empezó a escribir como una posesa, como un autómata. El viejo Mauro no se le acercó esta vez, la miraba en la distancia mientras daba de merendar al hijo de Mariluz. Ella iba escribiendo y recordando, su cabeza voló al pequeño pueblo andino donde nació y vivió su misérrima infancia, sus trabajos duros desde siempre, desde que supo andar, casi desde que abrió sus ojos a una luz crucificada, a una vida desangelada. Luego vio de nuevo como moría su madre de desesperación y asco, que en aquel pueblo era epidemia y, tal vez, la peor de todas las enfermedades, y como su padre se consumió entre el alcohol y un trabajo en la minería que le robó el poco encanto que poseyó nunca, y después la vida. Recordó su huída a Oruro y luego a Cochabamba, y después a La Paz. Cada vez más lejos buscaba el paraíso. Pero el paraíso fue esquivo con ella. Siguió recordando mientras escribía. Y mientras escribía, una lágrima rodó por su mejilla hasta el papel, y luego otras siguieron la misma ruta. Vino a su memoria un matrimonio de conveniencia, sin amor y sin pasión. Un hombre que la protegiera y la cuidara, pero quién la protegería y la cuidaría de él. Y así recordó su llegada a España, sus ahorros de años para continuar su huída, esta vez huía también de un hombre y un país que le ofrecían las mismas cosas; trabajo sin futuro, desesperanza sin horizonte, dolor y agonía. Por eso vino a España en su búsqueda del paraíso, pero aquí tampoco estaba, aunque por primera vez tuvo la esperanza cierta de que saldría adelante, y esa ilusión la mantenía. El viejo Mauro era un firme noray que la alejaría de la deriva, que la mantendría aferrada a la realidad de los días. El viejo Mauro era su vecino, su amigo y, ahora también, su refugio ante todas las tormentas. Y pensando en él, seguía escribiendo palabra tras palabra.

Él la veía escribir sin molestarla. La miraba con orgullo, como un padre mira al hijo que triunfa, que sale adelante. El viejo Mauro consiguió ganarse su confianza poco a poco, paso a paso, como la zorra de El Principito. La veía como la hija que perdió un día entre la vorágine de aquellos tortuosos tiempos pasados. Y creyó en ella, y la rescató para la vida. El viejo Mauro era “el bicho” que habitaba desde hacía 40 años aquella casa e impedía la demolición de todo el edificio, y consiguió alojar allí a Mariluz y a su hijo. ¡Y que se fuesen al diablo los propietarios y los vecinos murmuradores! Era demasiado viejo para la lujuria y la lascivia, pero no para el amor. Y él sabía que el verdadero amor es aquel que soporta las ausencias, no tan sólo la del ser amado, objeto de sus desvelos, sino también, y esto es lo más grandioso, soporta la ausencia del propio amor. Y renace desde las ruinas como ave fénix, para enfrentarse a sus últimas consecuencias. Así, el verdadero amor perdura a través del tiempo y del espacio, y en ocasiones supera la vida de los propios amantes, haciéndose entonces inmortal. Por eso seguía fiel a su difunta esposa, allá donde estuviese.


Mariluz terminó su escrito, y se lo mostró a su maestro. El viejo Mauro, emocionado, leyó la hoja que ella le mostraba dispuesto a corregirla. Mariluz había escrito por primera vez un texto ella sola, y le dijo al viejo Mauro que allí estaba lo más valioso que poseía, que aquello era un regalo para el maestro que le enseñó a entender las letras y sus misterios, a leer y escribir con ese susurrar paciente y ese perenne brazo sobre el hombro, con esa sonrisa pícara de viejo truhán, amable y dicharachero. Tarde tras tarde. Y el viejo Mauro leyó atónito una receta de cocina. Ella le explicó que la receta del silpancho, era de lo poco que le dejó su madre en herencia, y que nadie sabía hacerlo como su madre lo hacía. Que ese era su secreto mejor guardado, y que por eso se lo ofrecía a él. Y la receta del silpancho, hecho con arroz y todo, flotó ante los ojos del anciano, que enternecido trató de disimular una lágrima, o quizás dos. Otro día le daré la receta del chicharrón de surubí, lo malo es que acá no hay surubí- le dijo ella finalmente, sonriente y orgullosa.

Y el viejo Mauro, miró la letra titubeante de Mariluz, miró sus oscuros ojos y su mirada clara. Y entonces, sintió el paso del tiempo sobre sí mismo, y odió esos malditos días que se iban, porque con alguno de aquellos días huidizos se iría ella o, tal vez, él.
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martes, 8 de septiembre de 2009

RAQUEL, TAL VEZ ...


Bajó a la playa a refrescar sus pies en las olas que la pleamar olvidó entre las rocas, en esos charquitos de agua que no pudieron acudir a su cita con las sirenas y quedaron atrapados. Cruzó la playa de punta a punta, tratando de descubrir antiguas huellas de ahogados y suicidas sobre la arena. Tan sólo halló una rosa mustia que algún romero plantó próxima a la orilla, días atrás, en ofrenda a la Virgen del Carmen, o quizás fuese una promesa de amor de un jornalero del mar a una muchacha. La flor había logrado eludir los embates de la sal y el agua, pero sucumbía irremisiblemente al tiempo, falta de artificios.

Regresó a la casa donde Raquel dormía. Su inmovilidad había hecho perdurar el hueco que el cuerpo de él dejó sobre la cama unas horas antes. Cuando el aroma del café inundó la casa, Raquel estiró su cuerpo y la luz, salvando en dura pugna persianas y cortinas, logró anidar en su rostro, quebrando el sueño en sus pupilas. El reclamo surtió efecto.

Desayunaron al ritmo de un vals que pregonaba un viejo mecanismo desde algún rincón de la casa. Él pensaba en Strauss delante de una tostada y ella hablaba de su regreso a Viena. Esa constante alusión a su partida, a su separación, iba sumiendo el ánimo de él en la amargura.

Amaba Viena porque ella amaba Viena, pero su corazón le imputaba a esa ciudad las cualidades precisas de la perfidia; arteramente alejaba de sí a Raquel.

Salieron en dirección al pueblo, aún movidos por los acordes últimos del maestro vienés, buscaban la sombra escasa de los abedules. El insistía en encontrar con su mano la de ella y Raquel, mientras, ejecutaba la escala cromática en un piano imaginario. Antes de tropezar con las primeras casas, él ya le hablaba de su permanencia allí, de que le ayudase a concluir la construcción del barco y de que partiesen juntos. Fue un error. Ella lo tildó de egoísta e irreflexivo, le habló de sus futuros conciertos, de lo mucho que le había costado conseguir aquella beca, le habló de la pequeña buhardilla que había comprado en Viena y que todavía estaba pagando.

- ¡Te das cuenta! ¡Por fin algo realmente mío! ¡Modesto y pequeño, pero mío! Tu has heredado de tus padres esta casa que tienes y vives en ella como algo tuyo, pero yo sólo tengo cuarenta metros cuadrados que he conseguido por mis propios medios. Tengo la música, que comparte mis horas de felicidad y hastío...

Y continuó hablando. Se sentaron en un refrescante a la sombra de la torre de la iglesia, y allí concluyó diciendo que lo amaba tanto como a la música y que, quizás, lo sublimaba en la música. El movía la cabeza asintiendo. Ella tenía razón. Todo lo que Raquel había dicho era cierto, lo comprendía, pero cómo hacérselo entender al corazón; en esa lucha interior zozobraba.


Fueron a ver el barco, sus quince metros de estructura ósea, espinas de ballena barnizadas. Raquel se mostró entusiasmada, le parecía un navío imponente, majestuoso sobre su cuna de maderos. Él le mostró los planos y le fue explicando los diversos habitáculos, aparatos y aparejos que llevaría en el futuro, pero no le dijo que las obras del barco llevaban varios meses detenidas, no le dijo que el barco sin ella era un absurdo, un vacío, que en ella residía el verdadero y único espíritu del barco. No le dijo que el barco era un símbolo de algo, más que un medio para alcanzar algo. No le dijo...

La noche sorprendió sus cuerpos vibrando al ritmo de una música fútil. Una sucesión de piezas lentas provocó que una burbuja de aire quedara atrapada, desde hacía muchos minutos, entre las manos de ambos, palma contra palma. Sus pies se deslizaban sobre una roja moqueta salpicada de ajados pétalos de clavel y rosa caídos desde pequeños floreros en las mesas. Los sesenta watios de sonido melódico encima de sus cabezas eran insuficientes para extraerlos de la ensoñación trágica y definitiva del instante. Raquel se abrazaba al hombre pensativo y triste, por el rostro bajaban lágrimas que se perdían en la comisura de sus labios, los ojos de él miraban los de ella y le hablaba en un susurro.

Ajenos al local donde se hallaban y al resto de parejas bulliciosas, en su mayoría jóvenes a quienes la moda al uso confería una gracia estéril, él volvió a rogarle que no se marchara y a continuación volvió a pedir perdón por sus palabras. Ella, escondiendo su cabeza en el pecho de él, continuaba llorando mansamente. Fue una larga despedida.




Aquella mañana, muy temprano, Raquel desempolvó el piano, su piano saciado ya de inactividad. Con un dedo dibujó un nombre sobre su superficie, un nombre que desapareció enseguida. Bajo un paño de gamuza se descubrió un brillo cobrizo que irisaba la primera luz del día.


Aquella mañana Viena no era una fiesta, tenía una luz opaca que presagiaba el ya cercano otoño. No había llovido pero sus calles estaban mojadas de un rocío que el día haría desaparecer lentamente. “ Érase de un marinero / que hizo un jardín junto al mar, / y se metió a jardinero./ Estaba el jardín en flor, / y el jardinero se fue / por esos mares de Dios.”; Raquel recordó estos versos de Machado y sus dedos arrancaban del piano unas notas que se iban hilando, apretujando, superponiendo, unas notas que iban forjando una sinfonía plena de energía y patetismo, apasionada. El eterno Brahms flotó por la sala mientras Raquel, con los ojos cerrados, veía el mar diluirse en su memoria.

Aquella mañana, muy de mañana, cuando el sol aún no lograba desprenderse de la línea del horizonte, una muchacha del pueblo bajó a la playa buscando una promesa que regar con las lágrimas de su añoranza; tan sólo encontró los despojos de un suicida ahogado, comido a medias por las aves en la playa y los peces en el mar.
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jueves, 18 de junio de 2009

J U D I T H ( relato irreverente )

Se me considera una persona respetuosa. Todo lo respetuoso que se le puede exigir a un escéptico, inconformista, contestatario, lascivo, poliloco y borracho como yo.

Trato a las personas de usted, incluso a las que no son de mi agrado, lo hago más que por diplomacia o por hipocresía, por profundo respeto al dinero que mis padres invirtieron en un colegio de curas para mi educación. Y es que me gusta el dinero más que las mujeres, aunque me dure menos que estas. ¡Que ya es durar poco!

Poseo una total carencia de encantos y virtudes especiales, salvo la respetuosidad, y un enorme muestrario de defectos. Tal vez, el más manifiesto de ellos, o el que más se evidencia, sea la falta de improvisación, una imposibilidad de mentir en el acto sin preparación previa.

En esto soy un desastre. Si mi deseo es decir a una persona -¡Oiga!,¡Es usted un imbécil!-, mi incapacidad para improvisar me hace decir -¡Oiga!,¡Es usted un imbécil!. Eso sí, el “usted” siempre es muy solemne.

Este horrible defecto me lleva a trances y situaciones verdaderamente molestas y comprometedoras. ¡Me sucede cada lío...!



Aquella tarde estaba con Judith en un salón de té donde los sábados por la tarde, excepto en Cuaresma, toca una orquesta y se organiza un baile en la terraza a beneficio de la Asociación de Jóvenes Cristianas.

Judith, sobrina carnal del canónigo de la Catedral, era presidenta de esta asociación. Yo, que había obtenido el premio de poesía en el certamen literario cristiano que organizaron, trabé amistad con ella e iba de acompañante. Por supuesto sin pagar un duro.

Ella se mostraba encantada conmigo. Si de ella dependiese ya me habrían abierto las puertas del Parnaso. A todas horas repetía el poema ganador, que yo, audazmente, firmé con seudónimo. Al final de la primera pieza, su memoria insistía por doceava vez:

“Lucero no hace pupila
más chica que el resplandor
de la Virgen Milagrosa,
madre de Nuestro Señor..."

¡Precioso! ¡Precioso! ¡Precioso! - concluía siempre.

Yo sentía una vergüenza extrema.¡Santo Copón!, de no ser por las veinte mil pesetas, hermosas pesetas, los ripios esos los habría escrito su reverendo tío-tutor.

Sabía que no tenía nada que hacer en aquel lugar. No era, ni por asomo, mi ambiente. Pero Judith me atraía enormemente. Me atraía su recatada compostura; sus enclaustrados pechos que se dejaban sentir, porque no existía sujetador-mordaza en todo el mundo capaz de anularlos; me atraían sus nalgas resbalando por la falda ¿ O era la falda quien resbalaba? Sus labios moldeados a golpe de letanía y “mea culpa”; me atraían sus ojos, de color negro sotana, abiertos a una luz crucificada, grandes como bellotas, como paelleras viejas y requemadas.

Me atraía toda ella. Toda su belleza, su hermosura contrastada con su férrea austeridad. Su candidez monástica frente a mi libido, era un reto imposible, un duelo que me tomé muy en serio y obligaba a batirme con todas mis armas. Era una obsesión y allí estaba yo.

Me invitó a merendar. En una mesa se encontraban varios platos con entremeses y “sandwiches” de los que di buena cuenta. Las bebidas no eran libres de pago y debían ser encargadas al camarero.

-¿Qué quieres para beber? -me preguntó Judith.

Yo no quise revelar mi identidad de “borrachuzo” y denegué de la ginebra por algo más flojo.

- Una cerveza fría, a ser posible.

Ella me miró con ojos ofendidos, como si beber cerveza fría fuese un pecado capital. Un inmenso complejo de hereje trataba de invadir mi ánimo; resistí sin muchas complicaciones. Tenía tranquila mi conciencia. Ella, tratando de quitar importancia al suceso, prosiguió:

-No servimos nada de alcohol, pero puedes pedir cualquier otra cosa. Una coca cola, trinaranjus, fanta, mirinda,...

-Un té con limón -dije, cortando su “spot” publicitario.

-Lo siento, señor, pero no tenemos té - anunció el camarero.

Terrible paradoja. Dentro de poco tiempo, en los salones de billar sólo se jugará al mus -pensé.

Preferí los “sandwiches” a palo seco.

Avanzada la tarde, algunos trajes de volantes y primorosas puntillas desaparecían del salón, colgados del brazo de sus papás y sus mamás. Un puñado de chicos-eunucos continuaban su palique perseverante con las últimas chicas.

La orquesta decaía. En estos momentos interpretaba el sexto corrido mejicano. Estaba ensimismado con un trocito de papa frita que me había caído en el pantalón, cuando regresó Judith del retrete; del tocador de señoras, dijo ella.

-¿En qué piensas?

-Sería una grosería decirlo- titubeé.

-Di. Me arriesgo- alegó ella ruborizada pero atenta.

Y aquí sucumbí a mi defecto. No tuve la diplomacia, el buen gusto de soltarle un improvisado piropo, de inventar cualquier frase ingeniosa. No, tuve que decirle la verdad de mis pensamientos. Y tras sus gritos histéricos, salí rodando del salón de té que no tenía té.

-Pienso en lo a gusto que estaría mi pene dentro de su sexo, querida Judith.

_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _***_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _

Me encontraba tomando una higiénica y reconfortante ducha. Después de arduos esfuerzos y probar cuantiosas posturas, estaba logrando enjabonar toda mi espalda. Me dedicaba a ello cuando sonó el fatídico timbre del teléfono. Recordé todos los chistes sobre teléfonos inoportunos.

-¡Diga!- contesté sin mucho entusiasmo.

-Es usted un canalla, un sinvergüenza. Lo voy a demandar a los tribunales. Llamaré a la policía y haré que lo detengan.- Por lo visto, esta persona tampoco se muerde la lengua.

-¿Es a mí? - probé a decir sin esperanza alguna. El suelo a mi alrededor estaba encharcado y el jabón de la espalda descendia por mis piernas.

-Sí, a usted. ¡Golfo! ¡Bandido! Ha dejado a este pobre ángel de pureza medio muerta.

-¡Oiga, oiga!- traté de calmarlo- ¡Qué no es tan grave la cosa!

-¡Qué no es tan grave, desgraciado! Aquí la tengo. En la cama con calenturas. No para de llorar.

-¿Quién es calenturas?¿Un nuevo amigo?- dije intentando dar comicidad al diálogo y rebajar la tensión.

-¡Loco! ¡Bestia! ¡Degenerado! ¡Borracho! ...

Colgué el auricular y continué mi relajante ducha. Después hube de fregar todo el saloncito. No hay mal que por bien no venga -me dije animándome. El salón me agradeció el noble gesto con un asfixiante olor a limpio; zotal y agua.



Habían transcurrido algunas semanas desde el “affaire” Judith. La policía no había venido a reclamarme y decidí guardar la muda de ropa interior y el cepillo de dientes que puse en el recibidor por si me llevaban precipitadamente. Fue lo único que se me ocurrió hacer tras las amenazas del tío-tutor de Judith. Eso, y retrasar el pago al casero por si me encerraban en la cárcel y perdía el dinero del alquiler.

Ahora estaba más relajado. Tres semanas es tiempo suficiente para presentar una denuncia. Si no lo habían hecho, pensé que no lo harían ya. Así fue. Aquella noche no soñé con torturas inquisitoriales, fuegos purificadores y celdas oscuras, húmedas, con olor a orines y detritos, con ratas inmensas mordiéndome los calcetines. Aquella noche soñé otras cosas.
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miércoles, 3 de junio de 2009

La otra noche tuve un sueño...



Villa de Candelaria, Tenerife, a 12 de noviembre de 2005



Mi querida señorita:

El gran discurso de Martin Luther King, comenzaba de esta guisa: “La otra noche tuve un sueño…”. Ciertamente, aquel fue un gran sueño. Fue el sueño de un gran hombre que luchó por que su gente y su raza fuesen igualados y equiparados con los blancos. ¡¡Bueno, pero eso ya es otro cuento!!. Sólo me quedaré con aquello de: “La otra noche tuve un sueño…”. Y el cuento mío empieza así:

La otra noche tuve un sueño, pero la otra noche no fue ayer por la noche. No, ni siquiera fue el mes pasado. No. Tampoco fue hace uno o dos años. No. La otra noche mía fue hace más de veinte años, pero no mucho más.

En mi sueño aparecía una niña que era apenas un bebé. La acababa de conocer, era blanquita de piel, ligera como la brisa, tierna y cálida como un bollito de leche recién hecho, y olía muy bien, como huelen todos los bebés. Y como si fuese una nube, alegre y revoltosa, la veía cambiar ante mis ojos a cada instante. La acababa de conocer, pero yo sabía de mucho antes que vendría, y la esperaba con mis brazos y mi corazón abiertos. Y enseguida creció, y cuanto más crecía, más la amaba yo, porque era buena, porque era alegre, porque era mía. Y porque al quererla yo, también ella me quería.

Y la niña de mis sueños, se convirtió en jovencita, y la ilusión de ser mujer le hizo ser muy coqueta. Yo con ella me metía para hacerla rabiar, y por lo bajini me sonreía de verla tan bien crecer, tan alegre y armoniosa pasar de niña a mujer.

Y esa niña, ahora mujer, que yo egoísta quería esconder en mi corazón, salió al mundo, hermosa, radiante, ilusionada. Explorando el universo con sus ojos color miel.

Y ahora, que no la tengo a mi lado, que no le puedo dar un abrazo protector, una sonrisa tranquilizante, un beso curativo. Ahora que mis ojos no la hacen sonreír, que mis manos no alcanzan a acariciarla. Ahora la echo de menos, y desearía volar hasta encontrarla y traerla entre mis plumas, cálida y protegida, de nuevo al nido. Desearía poderle dar mi mano a todas horas, para que en ella se apoye a cada instante. Pero no.

Ella ha de conocer el mundo, husmear en sus rincones, volar con sus alitas hasta que se haga fuerte. Y yo desde aquí abajo miraré, feliz y orgulloso, su vuelo, su marcha, su vida. Porque de su éxito depende el mío, y de su felicidad la mía.

Por eso en mi sueño, siempre hay una niña buena a un lado, y al otro un hombre, que es un padre enamorado.


(Carta enviada a mi hija con motivo de su estancia en el extranjero)
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miércoles, 20 de mayo de 2009

ONÍRICO PERIPLO



Desperté y una tibieza como nacida del sueño me embargaba. Caminé por el vértice húmedo y salado. Miraba y donde mirase el azul era; y lo era todo. Nadé como pájaro caído en agua, pero estas tranquilas y calientes. Entonces sentí la noche; el oscuro, la luz, el oscuro y la luz finalmente, tan de improviso y fugaz que me asusté y apreté la marcha, desembocando en un mullido muelle circular y gelatinoso, pero amable y acogedor como la penumbra y el olor a incienso para la beata.

Pronto me di cuenta que los miles de rojos hilos, rojos como la granada más granada desgranada y pisoteada, que uno tras otro tenía que saltar, eran constantes y fluidos, y suaves y sabrosos como el más suave y sabroso óbito o el néctar más sabroso y suave, pero más, tanto, que estuve recibiendo su sabor y olor hasta llegar a aborrecerlo.

De nuevo la luz se ausenta, vuelve y se va, regresando nuevamente a una velocidad superior a la del tiempo; me voy acostumbrando.

Pronto encuentro una dificultad. Una red filamentosa corta mi paso, se extiende ante mí, negra como el culo de una sartén quemada pero brillante como un sol de estío y larga como la esperanza del más humilde de los vasallos, siervo de la ignorancia y la impotencia.

Avanzo entre recodos y traspaso, paso tras paso, la perfecta sombra que me alcanza. Pero ha cambiado mi entorno, es más árido y ceniciento, aunque terso y perfumado como el más sublime pecho que mujer poseer quisiera. De pronto todo se tambalea y una maraña de ensombrecidos juncos golpean, cayendo desde lo alto, a los de abajo, repetidas veces tras de mí, como los últimos aplausos del cansado espectador de la somnolienta obra de teatro.

Pero yo prosigo. Nacido, como soy, de tu pupila para la luz, seré el duende latoso que te acompañe, devaneo tras devaneo, hasta el centro de tu aurora y de ti misma.



(escrito a mis 18 años…¡¡santo dios!!)
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sábado, 9 de mayo de 2009

SARA (un relato con final)

Deberían conocer mi casa. Si alguna vez pasan cerca de este lugar, no duden en visitar mi jardín. Quedarán asombrados de sus rincones sombríos y sus soleados paseos, de la frescura de su hiedra y el curtimiento de sus árboles enhiestos. Comprobarán la sencillez sumisa de la escueta margarita, codo a codo en su parterre con la azucena altiva. Los pulcros caminillos los verán bordeados por una perfecta gradación de lirios: blancos, azules, morados, azules, blancos...

También provocarán en sus almas poéticas inquietudes los minúsculos pensamientos, salpicando de colores todo espacio soleado. La magnolia la encontrarán abriéndose camino en el aire y exhalando su perfume a oleadas desde su ramaje.

No tiene muros mi jardín, o quizá tenga los más hermosos. Son una profusa hilera de acacias y adelfas, que abren al sol sus flores en su obsesivo afán de perpetuarse, las que limitan este vergel y el mundo. Son los más tupidos guardianes de la primavera, la fortaleza de mi casa, inexpugnable para la pesadumbre y el desánimo, aparentemente.

En el centro de mi querido jardín, se alzan una docena de cipreses enjutos y tristones, con la tristeza de un sepulturero en constante vigilia a los muertos. Parecen tener la eternidad en sus raíces, cuentan los años como minutos y, tal vez, los siglos sean horas. Estos cipreses, en su círculo privado, esconden una antigua tumba de mármol. He intentado muchas veces descifrar la borrosa inscripción que aparece en la losa central, pero es completamente ilegible.

Y allí, entre verde y verde, se encuentra mi casa. Una casa añeja y sólida, mezcla de lineal neoclásico y sorprendente modernismo. Está compuesta por dos plantas de altos techos y blasonada en su frontis con un extraño escudo. Posee unos breves escalones, escoltados de gruesos pasamanos de piedra. La puerta principal se abre silenciosamente sobre sus goznes y nos permite adentrarnos en un salón amplio, inmenso pero acogedor. Todas las habitaciones adquieren un encanto intimista que hace sentirnos confortables en su interior, una decoración alegre y vitalista ahoga el espanto de sus estructuras rígidas.

Toda esta maravilla es obra de mi esposa. Ella imprimió a este lugar esa cadencia alegre y luminosa que posee.




Cuando adquirimos la casa, resultaba un espectáculo, casi espeluznante. Los terrenos que ahora forman el jardín parecían un campo de batalla, un nido caótico de brujas y ogros. Un desolador albedrío de hierbajos y desahucio se extendía por todo. La casa se encontraba sucia en extremo; las habitaciones carecían del menor gusto estético, a pesar de conservar todo el mobiliario y ajuar de su época de esplendor.

Sara, mi mujer, que al principio se mostró reacia a la compra, cedió dado mi gran interés por aquella noble villa.

Comenzó desde el primer día. Desde el momento que encerramos nuestra intimidad en aquella casa, desde el instante mismo de erigirla como nuestro hogar, Sara inició los arreglos y reformas.

Día a día observaba yo algún detalle nuevo que resultaba genial. Mi hacendosa mujer, provista de una extraordinaria sensibilidad -- romántica y mimosa -- ponía en su cometido toda el alma.

Yo le di, a petición suya, total libertad para realizar sus mejoras. ¡ Y qué mejoras !.

El jardín, despaciosamente, fue cobrando visos de hermosura. Las manos de Sara resultaban prodigiosas; se afanaban igual en las tareas de la tierra, como enarbolaban brochas y rodillos, inundando de cielo, oro y nieve las paredes. El suelo de la casa se cubrió con exóticas alfombras y moquetas atractivas; la chimenea del salón fue colmada con un reloj tremendamente sencillo. Los días los sorbíamos en constantes planes. Por la noche la veía en la cama intranquila, era en esos momentos cuando las nuevas ideas poblaban su tostada frente, cuando pensaba en lo bien que estaría el balcón con unas cortinitas de satén blanco y lo acertado de un espejo oval y no cuadrado en el recibidor extenso. En su soñar nervioso se translucían las construcciones de los tabiques que iniciaría en breve tiempo.

A pesar de mis constantes ofrecimientos para contratar obreros y servidumbre, ella quería ser la única artífice de todo, la solitaria forjadora de nuestro hogar. Me decía, con esa pícara mimosidad de ella, que eran algo muy íntimo los arreglos domésticos para dejarlos en manos extrañas.

Sólo aceptaba mi colaboración en las tareas de albañilería, que yo satisfacía con animosidad y brío, contagiado, quizás, por la vitalidad desmesurada que observaba en ella.

Mi trabajo en la oficina se me iba haciendo insoportable. Siempre me había resultado grato ocupar mi regio despacho y concentrarme en los oficios y balances que debía estudiar y aprobar. Ahora sólo esperaba el fin de mis obligaciones, intransferibles a otra persona, para regresar a la villa que mi mujer convertía, poco a poco, en un santuario de dicha y paz, de feliz sosiego.

Nuestra felicidad resultaba inenarrable, sólo posible de entender en las cálidas telillas del corazón o en la etérea cápsula donde se almacenan los sentimientos. Vivíamos en un continuo arrullo de proyectos y caricias, y todo ello se hacía más sublime en el marco colorista y alegre en que se desarrollaba. La dulzura que nos profesábamos Sara y yo, derivó en una imposibilidad de separarnos por mucho tiempo; los minutos en soledad se nos clavaban en la piel con aguijones de avispa desasosegada.

.. .. ..

Sara solamente respetó los cipreses y su eterno huésped. La cumplida tumba le producía un estado de ansiedad, una zozobra en su ánimo efervescente de por sí, propenso a la melancolía.

Paseábamos algunas tardes por nuestro jardín y la veía desviar la vista del vegetal mausoleo. Observaba una ligera palidez en su rostro moreno y un, casi imperceptible, temblor en sus palabras. Eran los momentos en que yo la ceñía más tiernamente por la cintura, y, como flotando, la llevaba al porche de hiedras, donde ella sorbía un oloroso té invariablemente y yo, bien un jerez o un kirsch, que tomaba lentamente mientras Sara me explicaba como había transcurrido el día. Además del kirsch, mi influencia germana había provocado un orden en las cosas que se veía reflejado en todo. Una geometría y un sentido de “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar” que lograban una casa y un jardín verdaderamente ordenado y atractivo. Jamás pregunté a Sara dónde estaba esto o aquello.

Los días transcurrían deliciosamente, como llevados por una tibia corriente de luz constante, apacible.

Tal vez la catástrofe nos llegó por exigir demasiado de la vida, tal vez por estirar abusivamente la cinta azul que nos unía el espíritu. Quizá, tan sólo porque en el diario del dios que rige las tragedias había una hoja en blanco que rellenar.

El verano declinaba en nuestro jardín. Alguna brisa fría traspasaba ya los muros, puertas y ventanas; Sara encendió, como un ritual, la chimenea del salón por primera vez.

La noche siguiente, al acostarnos, sentimos un impacto; nuestros sentidos percibían algo que no lográbamos determinar. Algo que nos resultaba familiar y ahora no teníamos; los grillos habían enmudecido el jardín y su monótona orquestina nos faltaba.

Sara se inquietó ostensiblemente. Parecía hiperestesiada por algún brebaje, como si un ejército de topos recorriesen su vientre. La sentí vibrar entre las sábanas y el castañeteo de sus dientes daba vueltas por la habitación, de esquina a esquina. Al momento, casi inmóvil, me dijo que prestara atención.

--- ¡No oyes ese ruido?. Es el sonido de un cuerpo en
descomposición; es el muerto de nuestro jardín.

Traté de calmarla imprimiendo a mis palabras, primero ternura; luego la sequedad del que habla apoyándose en la lógica; después se durmió, sumergiéndose en un sueño de derrumbe.

Yo hubiese dado todo, todo, porque aquellas horas infernales se perpetuaran como una pesadilla, como una broma maliciosa de las sombras de la noche.

Aquello marcó el óbito de nuestra dicha. Sara aparecía ante mí con un cansancio perenne pegado al rostro. Cada mañana, las horas muertas de la noche habían dibujado arrugas nuevas en su cara; estaba ausente, distante de mí y del jardín y de la casa. Le restaba a todo el valor que antes habíamos apreciado juntos. Toda ella era una vaguedad etérea escurriéndose, reptando por la casa.

Mi asombro culminó una tarde de otoño que la vi en el jardín. Estaba limpiando la tumba de los cipreses, fregaba como una autómata, restregando con esmero el duro cepillo sobre la piedra.

A partir de este momento, todo acaeció como un alud incontenible. Adornó con flores de temporada todo en rededor del mármol mortal. El salón y las habitaciones, la cocina, el baño y el resto de las dependencias, iban acumulando polvo. El jardín empezaba a sumirse en una jungla de maleza y desorden; el abandono era total. Conmigo mostró una frialdad extrema, un ignorar mi presencia que me compungía; resultaba desolador. Mis muestras de afecto, de cariño, y cualquiera de mis intentos de aproximación, eran estrangulados con su eterno cansancio, con su jaqueca constante.

--- Déjame ahora, estoy cansadísima. Me duele horriblemente la cabeza.

Comencé a mostrarme severo. Le exigía que impusiera un orden, una atención y cuidado a todas sus cosas. Le increpaba por su desaseo, por la dejadez con que vestía; todo se desmoronaba en torno suyo.

Cada vez más, notaba yo como su atención derivaba hacia el jardín, hacia ese nido de cipreses que incubaban mi desesperación y su locura, quizás ya eclosionada. Limpiaba y barría las losas cada día. El mármol, reflejando los tenues rayos del sol de invierno, parecía acumular toda la luz del jardín, que ya, tristemente, no sugería ningún placer en mí; su estado era deplorable.

Me venció la impasibilidad de Sara; su apatía había logrado mi angustia. Recordaba insistentemente a mi otra mujer, a mi antigua Sara, a mi hacendoso, vital, romántico, dispuesto amor.

Nuestras vidas se encaminaban paralelas hacia distintas metas; convivíamos bajo el mismo techo, compartíamos la misma cama, nos repartíamos todo, pero éramos extraños, no nos reconocíamos. Estabamos definitivamente distanciados, como si no nos viéramos, sin hablarnos. Disfrutábamos del mismo mundo en distintas galaxias.



Pensé en arrancar la raíz del mal. Quise arrasar con la tumba y los cipreses. Ellos eran los que atraían a Sara con su potente imán de muerte y sombra. No fue necesario; el morboso hado de las desgracias adelantó la culminación de su incruenta obra.

Era un final de invierno fatal. El gélido ulular del viento y el racimo de sombras que la noche descolgaba sobre el cuarto, daban el aspecto lúgubre que merecía el escenario.

La campanada de las cuatro y media que resonó desde el salón extendió una premonitoria conciencia catastrófica que rebotó en ecos ahogados por toda la casa.

La luna estaba llena, como si toda su superficie, ostentando un “vouyérico” sadismo, quisiera ser testigo del lance final. Me desperté poco antes de la campanada. Tenía seca la garganta y bebí un sorbo de agua del vaso que coloco todas las noches sobre la mesilla. Una campanada aislada en la oscuridad aquella no me ofrecía ninguna información concreta; encendí la luz para mirar el reloj. Mi pequeña esfera dorada marcaba un ritmo de tictac cansino, y sus dispares manecillas persistían en las cuatro y media.

Fue un impulso, un sexto sentido que nunca duerme ni descansa, siempre alerta. Volví la cabeza y comprobé que Sara no estaba en la cama.

Me enfundé en ropas de abrigo y me calcé presurosamente. La busqué por toda la casa, habitación tras habitación, y no la hallé. Salí al jardín. Un extraño sentimiento de temor me paralizó momentáneamente, temor a encontrarla, temor a su locura, temor a toda ella.

La llamé a grandes gritos. Atravesé el jardín de lado a lado y no aparecía. Decidí volver cuando la visión de los cipreses, recortada su negra silueta sobre el claro cielo, me hizo detenerme.

La quietud de aquellos erguidos árboles llamó mi atención. No movían la más endeble rama a pesar del ligero viento. Me acerqué a ellos con un presentimiento tétrico coceándome el estómago desde todas partes. Los añosos guardianes de la muerte parecían querer cerrarme el paso, impedirme violar su seno, sus secretos orlados en negro total.

Entre los cipreses estaba la tumba... abierta. Miré su interior. Mi mujer, Sara, desnuda y dormida,... YACÍA ABRAZADA A UN CADÁVER INCORRUPTO.

Nunca supe cómo la necrófila enamorada, la grácil Sara, pudo levantar la pesada losa; ni como yo, después de ver su cuerpo plagado de amapolas blancas que proyectaba la luna al pasar entre las hojas, pude devolver la piedra a su lugar de origen.

“Encerrados, juntos en la oscuridad de su amor, deben de ser muy felices”, pensé tal vez.

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